Lo que ves no es lo que hay. En esa verdad ineludible que el arte insiste en sostener, en esa persistencia que lo vuelve a conectar con el mundo sin importar la oscuridad con la que el símbolo lo cubra hay una fuerza irrenunciable, un imán que nos conecta en un tiempo cuyo síntoma es la desconexión. En este sentido, la biografía artística de Balbina Lightowler es una declaración de principios.

Lo que ves son bosques, ramas, flores que en su exuberancia podrían seducir al fauno de Rimbaud o perder al aventurero que busca un reencuentro con esa naturaleza pura. Lo que aparece es la frondosidad perdida en Baudelaire, el dominio ininterrumpido de esa sublimidad desplazada.

Pero lo que ves no es lo que hay.

Los paisajes de Balbina coquetean con la intermitencia. Las formas, los ritmos, los espacios que construye evocan una imagen que nos acomoda en un plano figurativo reposado, en el que reconocemos, casi como en el procedimiento fotográfico, objetos que son índices de lo que ha sido visto. De lo que se transforma en recorte de una realidad posible. Y ahí comienza el juego. Porque no es posible la completa adecuación, y Balbina no nos deja descansar en la imitación porque pone todo entre paréntesis: la mímesis se altera por un manejo del color que destruye el verosímil y nos induce a la idea de artificio. El aire desaparece de esos fragmentos congelados, ya no vestigios de un espacio elegido, sino caprichos emancipados de la fuerza creadora de la artista que nos devuelve ese oxígeno faltante a partir de un juego dialéctico entre lo natural y lo artificial, lo real y lo imaginario, lo posible y lo imprevisto.

Lo que ves no es lo que hay, porque en esa polaridad aparente se teje una narración que nos desvía de los opuestos para invitarnos a construir un argumento híbrido, reconciliado con las divergencias.

Juguemos en el bosque. Y encontremos lo que hay.

Anabella Laura Monteleone. Octubre de 2024